lunes, 18 de noviembre de 2013

Una Matanza

“A todo cerdo le llega su San Martín”, dice el refranero, que suele ser un buen punto de partida. Mirando de reojo el calendario, he visto que mañana es el día, y miren por dónde, entre la fecha y el refrán, me ha dado por recordar las matanzas del cochino.
El sacrificio y la conservación del animal sacrificado era una tarea importantísima, ligada a la supervivencia o a la economía doméstica. Pero, matar un cochino era también una fiesta. Y aunque hace tiempo que en las casas no hay una tinaja de manteca, ni se salan los tocinos; lo cierto es que las matanzas se han seguido haciendo, cada vez menos, con motivo de una celebración.
Primero, alguien se encargaba de buscar el cochino, y de ir al sitio. Aquel buen hombre se metía en la cochinera, y acorralaba a un cochino en una de las esquinas de la pocilga; y, dándole unos azotes en el lomo, con la palma de la mano abierta, decía que sus cochinos no tenían mucha grasa… Esto es todo magro… Y están bien criaos, con desperdicios.  Desperdicios que entonces se pedían a los vecinos, y se guardaban en cubos. Aquello era reciclar, supongo.
El trato era rápido, y el cochino se señalaba, o se dejaba pagado. Había que acordar el transporte, que no era fácil; y había que entender de peso a la canal, y de arrobas. Una arroba de cochino eran aproximadamente once quilos y medio. Y no sé qué cuentas se hacían, pero al final, los que habían ido a comprar el cochino, se iban satisfechos con la compra, y seguros de que habría cochino para que todos se hartasen de carne.
El día de la matanza, bien temprano, y ya el campo (que no es lo mismo que chalé), llegaba el cochino en un remolque prestado por alguien, o en un camioncito… Pobre animal… Qué poco te queda… diría alguno.
También llegaba el matarife. En una moto Push de esas amarillas, y con dos cerones de esparto. En un saco de arpillera un montón de cuchillos, un cheira, cuerdas… en un cubo las especias y en un plástico las tripas para el embutido. Lo matarifes tenían gorra, y fumaban desde temprano, y eran mayores, y mataban un cochino como si tal cosa, sin alardes festivos, como su trabajo que era.
Nada más llegar, sin tiempo que perder, el matarife se aseguraba de que la mesa estaba bien puesta, o de que el gancho iba aguantar el cochino colgado. Se ponía a hervir también, una gran olla de agua, sobre un fogón portátil  alimentado de propano, que entonces aprendí, que tiene más fuerza que el butano.
Muchos, sobre todo las mujeres y los niños, no estaban presentes. Bien porque no habían llegado todavía, o porque se apartaban; el momento de la cuchillada no era agradable para muchos…
El animal gritaba desde que lo presentía, y gritaba mucho más cuando entre dos o tres lo aguantaban, y el matarife le metía el cuchillo directo al corazón… ¡Un cacharro para la sangre!, que había que mover para que no cuajara… y mientras, los que éramos capaces de asomarnos, veíamos morir al animal.
Después de muerto, se afeitaba con un gran cuchillo y con agua hirviendo, o con la llama de una lamparilla, según el gusto del matarife. Se abría en canal, y se comentaba si tenía o no mucho tocino. A veces no había tocio suficiente para hacer bastante manteca; otras, el cochino era todo tocino.
Tras varias horas de trabajo, el cochino desaparecía, y se convertía en carne. Como en las carnicerías. En el mismo perol en el que se había calentado el agua, se echaba la pella del animal y trozos de tocino con carne… los ajos, la sal, el orégano… y el pimiento molido al final, cuando se saque un poco de manteca blanca para el que le guste.  El olor de la manteca hirviendo y de los chicharrones se quedará pegado a la ropa hasta la hora del baño…
En un momento determinado, bien pronto por lo general, alguien sacaba otra arroba, esta vez de vino, y reparte unas copitas. Ya va apeteciendo poner la plancha, e ir tirando filetitos…
Cuando el matarife monta sobre la mesa la máquina para picar la carne y embutir las butifarras… cuando mezcla con las manos en unos barreños de plástico la carne picada con las especias; con canela y nuez moscada o con pimentón para la longaniza… ya entonces, hay copas de vino sobre el hule. Un chorrito de vino para la butifarra… y un vasito para el matarife, dice el buen hombre riéndose por primera vez en toda la mañana.
Se mezcla la faena con el divertimento, se toma una tapita mientras se embute la butifarra, y se pincha, y  con una aguja, y se hierve en la olla. Recipiente del que acaban de sacarse la manteca y los chicharrones, que están buenos hasta calientes. La manteca se olvida en una esquina, metida en fiambreras de plástico que cada cual ha traído… A la mía échale asiento bastante, que nos gusta mucho…
En este ambiente, entre arrobas de carne y de vino, quintos de cerveza, filetitos y chicharrones, se produce un hermanamiento, en torno a la matanza, a la comida y a la bebida, que debe ser muy antiguo. En muchos sitios y en muchos momentos, desde siempre, el sacrificio de un animal ha sido un motivo de encuentro y de fiesta. Y ha sido una seña cultural y parte de la tradición. Quizás sea el origen de las barbacoas; que aunque con menos liturgia y ceremonial, son una buena escusa para montar una fiesta, y juntarnos, que es lo importante…
Por cierto, ya va siendo hora de organizar una.

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