lunes, 18 de noviembre de 2013

Difuntos y Tosantos


La fiesta de los difuntos y de los “tosantos” siempre tuvo un importante arraigo en Chiclana. Se compraban los tosantos: castañas, nueves, membrillos… eran días de compota, con clavo, con canela en rama… eran días de flores. Pero sobre todo, durante estas fechas, se recordaba de un modo especial a los que murieron y se les rendía visita en el cementerio.
La otra noche, pude ver por la calle, un grupito de niños disfrazados de brujas y fantasmas, acompañados de algunos padres, llamando a las puertas del vecindario… ¿Truco o trato?, ¿Truco o trato?, le dijeron a una agradable señora que abrió la puerta. Ella, con cara de no tener ni idea, pero con una sonrisa, le dijo a uno de los padres, ¿esto qué es titi?, ¿Carnaval?... No, no, señora… las cosas de los niños…Y de los padres, añadiría yo.
Es increíble con qué facilidad cambian las costumbres pasajeras y las modas; pero, más increíble todavía es lo fácil que parecen olvidarse tradiciones mucho más arraigadas, y de profundo significado. Porque, la fiesta de Halloween, de origen Irlandés, y sobre todo, fiesta americana, del norte, no tiene nada que ver con nosotros.
No tengo nada en contra de las nuevas tradiciones; allá cada cual. Pero, sí me jode un poco ver cómo se desdibujan algunas de nuestras señas de identidad, simplemente cambiándolas por otras que nos son ajenas. Sobre todo, aquellas tradiciones que tienen tanto que ver con la vida y con la muerte, que no dejan de ser lo mismo.
Me crié relativamente cerca del cementerio, y recuerdo haberlo visitado con cierta frecuencia. Cuando se acercaba la fiesta de los tosantos, las mujeres adecentaban los nichos de sus familiares, los limpiaban y encalaban. Iban solas, o en grupitos, madres e hijas, y llevaban un cubo con utensilios para  la limpieza y el encalijo. Había por allí una escalera…
Las lápidas se limpiaban a conciencia, con esmero; y se daba un repaso a las de otros familiares.  Algunas mujeres se imponían de un año para otro, limpiar el nicho de alguien ajeno; sabiendo que no tenía parientes, o que tenía parientes sin memoria, que es peor.
Como las que fregaban cualquier otra cosa, aquellas mujeres frotaban el mármol con fuerza, y cogían otro cubo de agua para enjuagar, limpiando sobre limpio. Luego encalaban los bordes del nicho, fregaban el recipiente de las flores, y ponían flores nuevas. Cuando terminaban, a solas, miraban un ratito la lápida, en silencio, tocándola con la palma de la mano abierta… yo lo veía todo desde la esquina de la calle con los ojos de un niño, y comprendía que aquello era un abrazo.
Un tal Fidel, que tenía una especie de invernadero en el Camino del Cementerio, entre Canicén y el Pinar Prohibido, montaba un tenderete de flores en la puerta del campo santo. En grandes espuertas de goma negra, como las que se usaban por último para vendimiar, se acumulaban ramos y ramos de claveles, rosas… pensamientos…
Antes todos sabían dónde reposaban los restos de sus seres queridos, y las calles del cementerio se conocían…
¿Dónde está tu madre?, le preguntaba una vecina a otra… En la calle de las muchachas del accidente… ¡Ah!, la penúltima a la derecha, ¿No?... Si, en la primera fila…
La primera fila está muy bien ¿Verdad?... Yo prefiero la segunda, porque la primera se ensucia mucho… y arriba no se llega sin escalera.
Todavía parece que escucho, como un niño curioso, hablar del cementerio con semejante naturalidad. Me sorprendo todavía recordando opiniones sobre la mejor ubicación de los nichos, y recuerdo los cuatro o cinco nichos seguidos de aquellas muchachas que murieron en un accidente, con sus caras fotografiadas en las lápidas de mármol, todas del mismo color, todas con la misma letra, con la misma fecha. Todavía lo recuerdo, a pesar de que hace años que no voy por allí.
Hablo, claro está, del cementerio San Juan Bautista, el cementerio viejo para la gente de mi generación. Porque, los que son mayores, situarán el cementerio viejo en el Castillo. El mancomunado, claro está, no existía todavía.
Entonces la gente solía morir en sus casas, y allí eran los velatorios. Las mujeres dentro, y los hombres en la puerta, fumando, y quitándose la gorra para entrar, mostrando la cabeza blanca. La misa se celebraba en la iglesia correspondiente, que tocaba a muerto con el toque lento, propio de difunto. Hace tiempo que no escucho la campana, y que los funerales se celebran en la Victoria.
Por  tosantos, el cementerio relucía en todo su esplendor; el suelo de zahorra, recién regado, sin ninguna brizna de hierba; los nichos limpios, vestidos con flores nuevas, con nuevos propósitos;  la gente paseando, arreglada, en respetuoso silencio, se detienen frente a las tumbas de sus familiares… Las tumbas, los panteones… los cipreses.
Hoy el día invita a dar un paseo. El cementerio estará acicalado y los nichos tendrán flores nuevas.
Quizás no sería un mal plan visitar a nuestros difuntos y llevar a los niños que disfrutaron pidiendo caramelo disfrazados de brujas y momias. No es mal sitio. Quizás no sería mala idea buscar, con los niños, las lápidas de nuestros antepasados; y arreglarlas un poco… y poner unos segundos la palma de la mano sobre el mármol, cuando nadie nos vea.

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