sábado, 14 de diciembre de 2013

El bajío, el cenizo y las curanderas


A veces pasa que se pone uno a escribir, y un tema que en principio no da para un artículo, termina llenando las columnas, e incluso pidiendo más. La semana pasada descubrimos juntos que tenemos amuletos propios, como los huesos de corvina, que son nuestros desde hace miles de años, y que con independencia de su significado, nos unen de alguna manera a nuestro pasado más remoto, a nuestra identidad última.
            Las supersticiones forman parte de nosotros desde siempre. Y con el tiempo, con la ciencia, con la educación y cultura, muchas de ellas han ido desapareciendo; y, mucha gente ha dejado de creer en cosas increíbles, creyendo en otras más modernas, también difíciles de creer y que probablemente serán consideradas meras supersticiones en un futuro.
            Porque todos creemos en cosas que no tienen explicación científica o lógica. Como en la suerte. La buena suerte y la mala suerte: Un concepto al que recurrimos muchas veces para justificar un fracaso propio, o para desmerecer un logro ajeno… envidia y nada más…
            ¡Qué bajío tengo!... ha dicho un señor mayor, esta mañana, en el estanco que hay junto al bar Adolfo, mientras comprobaba con la lucecita roja su primitiva… ¡Valiente Cenizo!, ¡no me toca ni lo echao!...
            Un bajío es una acumulación de arena en un río o en una costa de tal suerte que dificulta la navegación; y, un cenizo, entre otras cosas, es una mala hierba alta y fea como ella sola, que sale en nuestras huertas cuando por mala suerte, el hortelano no puede atenderla como Dios manda. Seguramente el desafortunado señor de esta mañana no tendría en la mente ni barcos ni huertas, cuando se lamentaba de su mala suerte, y se acordaba de los cinco euros tirados a la basura… Por cierto, a mí tampoco me tocó nada, y también compré otro boleto, como hizo el señor desafortunado. Ya se sabe, hay que buscar la suerte.
            Teníamos antes en Chiclana, y en todos sitios, supersticiones que han desaparecido casi por completo. Recuerdo que una vez, en la corva, detrás de una de las rodillas, me encontré unos granitos que picaban un montón, y que parecían organizarse en fila, casi uno detrás de otro, como si fuera una pequeña serpiente de puntos. Los mayores me contaron que era una culebrina; que si se cerraba, si se juntaba la cabeza con la cola, podía tener serios problemas… Esa misma tarde, mi madre me llevó a casa de Carmen, una curandera que vivía cerca de la avenida de la música. Según me dijeron, aquella mujer curaba aquello por medio de unos rezos y rituales que había aprendido. Había heredado el don, y trataba algunas dolencias, digamos menores. Eso si, no cobraba… solo la voluntad.  
            Y lo cierto es que, gracias a los rezos, o al tiempo transcurrido, mi cuerpo fue capaz de vencer al virus, al Herpex Zóster, y dejarlo aletargado, al acecho de otra bajada de defensas. Era cuestión de fe, pero sobre todo de tiempo. Ya se sabe, que un resfriado, si no se trata dura siete días, y si se trata, dura una semana... Pero supongo que aquello no hacía daño a nadie… Aquellas curanderas, trataban el ombligo de los recién nacidos; y eliminaban el dolor de barriga, o de madre-madre, con papel de estraza caliente impregnado en aceite de oliva.  Y aquello se creía por una mayoría, y punto. Era cuestión de fe.
            En otros sitios, no aquí que yo sepa, algunos desaprensivos se aprovecharon de la fe, y sobre todo de la desesperación de enfermos, que aquejados de males mayores, se dejaban los cuartos yendo a Olvera, o a Utrera, a ser “curados” a cambio de la “voluntad”.
            Las supersticiones también estaban presentes en la vida cotidiana. El trece, o un gato negro daban mala suerte. Dicen que una mañana, un gitano canastero de la banda, mientras cruzaba el puente chico para ir a la plaza a vender algún canasto, se cruzó con un tuerto. El gitano se dio la vuelta convencido de que no vendería ni un canasto. Lo había mirado un tuerto… y se volvió a su casa, y tuvo razón, porque no vendió nada.
            Tirar la sal, o que se rompa un espejo, o tirar el pan, estaba absolutamente prohibido. Cenizo, cenizo. Ni pensarlo… Hasta la higiene personal podía verse afectada por las creencias, que aconsejaban que las mujeres no se bañaran de cuerpo entero en esos días de cada mes.
            Bueno, en fin, que todo es cuestión de creérselo. A ver si en estas fechas, somos capaces de creernos de verdad de que todo irá a mejor; y nos convencemos de que la crisis se acaba, y de que el año que viene será muy bueno… yo como todos, me tomaré las doce uvas, que como ustedes saben, traen muy buena suerte.

Una Fiesta en el Garaje

                ¡Qué difícil es resistirse a la navidad! Aunque comiences el mes de diciembre con la sana intención de contenerte; de no pasarte, pero aunque pienses incluso, que este año no tienes ganas de fiestas, al final, la marea te lleva. Y compras, comes, bebes y celebras más de lo que razonablemente habías pensado en un principio.
                No hay crisis que pueda con ella. El espíritu comercial, que hace tiempo que desplazó al navideño, se adapta a todos los bolsillos, y a todas las circunstancias.
                Antes la gente joven montaba un club. Para celebrar la Nochebuena, y la Nochevieja, se buscaba un garaje, un cuarto de azotea o una pieza de bodega prestada. En los setenta en Chiclana, pocos habían visto las cenas y las fiestas navideñas como un negocio, y por lo tanto, la gente se organizaba por su cuenta, y montaban una sala de fiestas bajo cualquier techo de uralita.
                Primero había que quedar para limpiar el sitio. Y ya entonces se cumplía una regla que no falla: a limpiar y preparar va siempre menos gente que a la fiesta. En aquel garaje lleno de trastos, los amigos se organizaban como podían para amontonar los tiestos en una esquina, y taparlos con unas cortinas viejas que había por allí… Aquí la barra, tú te encargas del equipo de música… ¿Quién se encarga de comprar las bebidas?
                Y había quien traía luces; incluso alguien había hecho una bola de espejitos, pegando uno por uno, como el de la discoteca de Grease, bajo la que bailaban Travolta y Newton John…
Aquello tenía un faenón. No era fácil montar una discoteca en un par de días, pero merecería la pena, supongo. El día de la fiesta, ellos se ponían una corbata, y ellas cambiarían el pantalón vaquero y el jersey por sofisticados trajes de noche. Tú y yo sabemos, que se ligaba más preparando el club que en la propia fiesta… y además, ellas siguen estando más guapas en vaqueros.
                Algunos clanes, que se mantenían desde hacía años, se organizaban de otra manera. Y había cenas y fiestas en el pico de oro, o en los Ángeles, o en el Hotel Fuente Mar. Porque en una época no tan alejada, los niños bien estaban absolutamente separados del resto, lejos, para evitar ser contaminados por sangres plebeyas.
Con el tiempo, fue apareciendo poco a poco una palabra nueva, que vino a sustituir a los clubs de azotea y garaje: El Cotillón. En los Ochenta y Noventa, algunos ya habían visto el negocio en la fiesta de fin de año. Ciertamente al principio, aquello fue un poco descontrolado. Era básicamente lo mismo que montar un club: se acondicionaba cualquier garaje grande o pieza de bodega, y se cobraba la entrada a cambio de barra libre de botellas de coca-cola de dos litros… Había un sitio de más postín que se llamaba la Patulea, en la soledad, y otro en la cuesta Hormaza, y otro en la banda, en la calle Sor Ángela de la Cruz…  Ya por último el Ayuntamiento se fue metiendo en el asunto, y exigió la licencia municipal… porque cualquier día, con esos aforos y las escasas condiciones de seguridad, podría haber ocurrido alguna desgracia. Ya casi nadie solicita licencia para cotillones. Hacerlo bien, no es negocio.
Pero si hubo una innovación incuestionable en esto de las fiestas de fin de año, sin duda, ésta vino de la mano de los hoteles del Novo, que ya en los noventa, se dedicaron a organizar fiestas de fin de año. Lo anunciaban en la radio, y traían gente de toda la bahía. En unas instalaciones perfectas, barra libre de primeras marcas, música en directo… y una bolsa cotillón a la entrada, con serpentinas de papel, un gorrito ridículo y un matasuegras. Ellos con traje de chaqueta, ellas con traje de noche, con plumas negras, brillos plateados y tacones imposibles. Eran fiestas de película para chicos de pueblo. Aunque, la entrada costaba un pastón, y no todos podían o querían despilfarrar ocho o diez mil pesetas en una fiesta, junto a cientos de desconocidos, haciendo cola en la barra para coger una cara borrachera de una a seis de la mañana… A partir de las siete, jóvenes borrachos con la corbata al hombro, y chicas descalzas con los tacones en la mano, volvían a la realidad y trataban de decidir si se recogían, o si hacían cola en el Pájaro para desayunar churritos… Casi todos hemos pasado por ahí, no digas que no.
Conforme uno cumple años, las navidades se convierten en una reunión familiar. Y los matrimonios jóvenes se reparten las fiestas. La Nochebuena con los suegros, la Nochevieja con los padres… Y se cena, y se brinda en familia. Los más jóvenes se van después de cenar, y salen a tomar una copa, o más de una. Y los menos jóvenes encienden la tele un rato, y se acuestan. Quizás sea ésta una buena medida de la juventud. Porque independientemente de la edad que tengas, para saber si eres joven solo tienes que hacerte una pregunta: ¿Qué vas a hacer en Nochevieja?