sábado, 14 de diciembre de 2013

El bajío, el cenizo y las curanderas


A veces pasa que se pone uno a escribir, y un tema que en principio no da para un artículo, termina llenando las columnas, e incluso pidiendo más. La semana pasada descubrimos juntos que tenemos amuletos propios, como los huesos de corvina, que son nuestros desde hace miles de años, y que con independencia de su significado, nos unen de alguna manera a nuestro pasado más remoto, a nuestra identidad última.
            Las supersticiones forman parte de nosotros desde siempre. Y con el tiempo, con la ciencia, con la educación y cultura, muchas de ellas han ido desapareciendo; y, mucha gente ha dejado de creer en cosas increíbles, creyendo en otras más modernas, también difíciles de creer y que probablemente serán consideradas meras supersticiones en un futuro.
            Porque todos creemos en cosas que no tienen explicación científica o lógica. Como en la suerte. La buena suerte y la mala suerte: Un concepto al que recurrimos muchas veces para justificar un fracaso propio, o para desmerecer un logro ajeno… envidia y nada más…
            ¡Qué bajío tengo!... ha dicho un señor mayor, esta mañana, en el estanco que hay junto al bar Adolfo, mientras comprobaba con la lucecita roja su primitiva… ¡Valiente Cenizo!, ¡no me toca ni lo echao!...
            Un bajío es una acumulación de arena en un río o en una costa de tal suerte que dificulta la navegación; y, un cenizo, entre otras cosas, es una mala hierba alta y fea como ella sola, que sale en nuestras huertas cuando por mala suerte, el hortelano no puede atenderla como Dios manda. Seguramente el desafortunado señor de esta mañana no tendría en la mente ni barcos ni huertas, cuando se lamentaba de su mala suerte, y se acordaba de los cinco euros tirados a la basura… Por cierto, a mí tampoco me tocó nada, y también compré otro boleto, como hizo el señor desafortunado. Ya se sabe, hay que buscar la suerte.
            Teníamos antes en Chiclana, y en todos sitios, supersticiones que han desaparecido casi por completo. Recuerdo que una vez, en la corva, detrás de una de las rodillas, me encontré unos granitos que picaban un montón, y que parecían organizarse en fila, casi uno detrás de otro, como si fuera una pequeña serpiente de puntos. Los mayores me contaron que era una culebrina; que si se cerraba, si se juntaba la cabeza con la cola, podía tener serios problemas… Esa misma tarde, mi madre me llevó a casa de Carmen, una curandera que vivía cerca de la avenida de la música. Según me dijeron, aquella mujer curaba aquello por medio de unos rezos y rituales que había aprendido. Había heredado el don, y trataba algunas dolencias, digamos menores. Eso si, no cobraba… solo la voluntad.  
            Y lo cierto es que, gracias a los rezos, o al tiempo transcurrido, mi cuerpo fue capaz de vencer al virus, al Herpex Zóster, y dejarlo aletargado, al acecho de otra bajada de defensas. Era cuestión de fe, pero sobre todo de tiempo. Ya se sabe, que un resfriado, si no se trata dura siete días, y si se trata, dura una semana... Pero supongo que aquello no hacía daño a nadie… Aquellas curanderas, trataban el ombligo de los recién nacidos; y eliminaban el dolor de barriga, o de madre-madre, con papel de estraza caliente impregnado en aceite de oliva.  Y aquello se creía por una mayoría, y punto. Era cuestión de fe.
            En otros sitios, no aquí que yo sepa, algunos desaprensivos se aprovecharon de la fe, y sobre todo de la desesperación de enfermos, que aquejados de males mayores, se dejaban los cuartos yendo a Olvera, o a Utrera, a ser “curados” a cambio de la “voluntad”.
            Las supersticiones también estaban presentes en la vida cotidiana. El trece, o un gato negro daban mala suerte. Dicen que una mañana, un gitano canastero de la banda, mientras cruzaba el puente chico para ir a la plaza a vender algún canasto, se cruzó con un tuerto. El gitano se dio la vuelta convencido de que no vendería ni un canasto. Lo había mirado un tuerto… y se volvió a su casa, y tuvo razón, porque no vendió nada.
            Tirar la sal, o que se rompa un espejo, o tirar el pan, estaba absolutamente prohibido. Cenizo, cenizo. Ni pensarlo… Hasta la higiene personal podía verse afectada por las creencias, que aconsejaban que las mujeres no se bañaran de cuerpo entero en esos días de cada mes.
            Bueno, en fin, que todo es cuestión de creérselo. A ver si en estas fechas, somos capaces de creernos de verdad de que todo irá a mejor; y nos convencemos de que la crisis se acaba, y de que el año que viene será muy bueno… yo como todos, me tomaré las doce uvas, que como ustedes saben, traen muy buena suerte.

Una Fiesta en el Garaje

                ¡Qué difícil es resistirse a la navidad! Aunque comiences el mes de diciembre con la sana intención de contenerte; de no pasarte, pero aunque pienses incluso, que este año no tienes ganas de fiestas, al final, la marea te lleva. Y compras, comes, bebes y celebras más de lo que razonablemente habías pensado en un principio.
                No hay crisis que pueda con ella. El espíritu comercial, que hace tiempo que desplazó al navideño, se adapta a todos los bolsillos, y a todas las circunstancias.
                Antes la gente joven montaba un club. Para celebrar la Nochebuena, y la Nochevieja, se buscaba un garaje, un cuarto de azotea o una pieza de bodega prestada. En los setenta en Chiclana, pocos habían visto las cenas y las fiestas navideñas como un negocio, y por lo tanto, la gente se organizaba por su cuenta, y montaban una sala de fiestas bajo cualquier techo de uralita.
                Primero había que quedar para limpiar el sitio. Y ya entonces se cumplía una regla que no falla: a limpiar y preparar va siempre menos gente que a la fiesta. En aquel garaje lleno de trastos, los amigos se organizaban como podían para amontonar los tiestos en una esquina, y taparlos con unas cortinas viejas que había por allí… Aquí la barra, tú te encargas del equipo de música… ¿Quién se encarga de comprar las bebidas?
                Y había quien traía luces; incluso alguien había hecho una bola de espejitos, pegando uno por uno, como el de la discoteca de Grease, bajo la que bailaban Travolta y Newton John…
Aquello tenía un faenón. No era fácil montar una discoteca en un par de días, pero merecería la pena, supongo. El día de la fiesta, ellos se ponían una corbata, y ellas cambiarían el pantalón vaquero y el jersey por sofisticados trajes de noche. Tú y yo sabemos, que se ligaba más preparando el club que en la propia fiesta… y además, ellas siguen estando más guapas en vaqueros.
                Algunos clanes, que se mantenían desde hacía años, se organizaban de otra manera. Y había cenas y fiestas en el pico de oro, o en los Ángeles, o en el Hotel Fuente Mar. Porque en una época no tan alejada, los niños bien estaban absolutamente separados del resto, lejos, para evitar ser contaminados por sangres plebeyas.
Con el tiempo, fue apareciendo poco a poco una palabra nueva, que vino a sustituir a los clubs de azotea y garaje: El Cotillón. En los Ochenta y Noventa, algunos ya habían visto el negocio en la fiesta de fin de año. Ciertamente al principio, aquello fue un poco descontrolado. Era básicamente lo mismo que montar un club: se acondicionaba cualquier garaje grande o pieza de bodega, y se cobraba la entrada a cambio de barra libre de botellas de coca-cola de dos litros… Había un sitio de más postín que se llamaba la Patulea, en la soledad, y otro en la cuesta Hormaza, y otro en la banda, en la calle Sor Ángela de la Cruz…  Ya por último el Ayuntamiento se fue metiendo en el asunto, y exigió la licencia municipal… porque cualquier día, con esos aforos y las escasas condiciones de seguridad, podría haber ocurrido alguna desgracia. Ya casi nadie solicita licencia para cotillones. Hacerlo bien, no es negocio.
Pero si hubo una innovación incuestionable en esto de las fiestas de fin de año, sin duda, ésta vino de la mano de los hoteles del Novo, que ya en los noventa, se dedicaron a organizar fiestas de fin de año. Lo anunciaban en la radio, y traían gente de toda la bahía. En unas instalaciones perfectas, barra libre de primeras marcas, música en directo… y una bolsa cotillón a la entrada, con serpentinas de papel, un gorrito ridículo y un matasuegras. Ellos con traje de chaqueta, ellas con traje de noche, con plumas negras, brillos plateados y tacones imposibles. Eran fiestas de película para chicos de pueblo. Aunque, la entrada costaba un pastón, y no todos podían o querían despilfarrar ocho o diez mil pesetas en una fiesta, junto a cientos de desconocidos, haciendo cola en la barra para coger una cara borrachera de una a seis de la mañana… A partir de las siete, jóvenes borrachos con la corbata al hombro, y chicas descalzas con los tacones en la mano, volvían a la realidad y trataban de decidir si se recogían, o si hacían cola en el Pájaro para desayunar churritos… Casi todos hemos pasado por ahí, no digas que no.
Conforme uno cumple años, las navidades se convierten en una reunión familiar. Y los matrimonios jóvenes se reparten las fiestas. La Nochebuena con los suegros, la Nochevieja con los padres… Y se cena, y se brinda en familia. Los más jóvenes se van después de cenar, y salen a tomar una copa, o más de una. Y los menos jóvenes encienden la tele un rato, y se acuestan. Quizás sea ésta una buena medida de la juventud. Porque independientemente de la edad que tengas, para saber si eres joven solo tienes que hacerte una pregunta: ¿Qué vas a hacer en Nochevieja?

sábado, 30 de noviembre de 2013

Cráneos de Corvina y Pulseras Magnéticas

¡El miércoles estaban en la plaza las corvinas a tres euros el kilo!... y frescas. Compré un par de ellas, de casi dos kilos y las hicimos al horno. Buenísimas.
                Después de comer, todavía en la mesa, abrí el cráneo de las corvinas y saqué dos pequeños huesecitos de cada cabeza. Como dos medias habichuelas, duras, de un blanco intenso y brillante. ¿Sabéis que es esto?, les dije a mis niños que miraban interesados. Son cráneos de corvina. Quitan el dolor de cabeza y dan buena suerte…
                Los niños me miraron como si me estuviese quedando con ellos. Pero, cogimos el ipad, y le preguntamos a San Google, que lo sabe todo: El otolito de corvina, que es como se dice en fino, es un amuleto relacionado con la gente del mar, y propio de la costa atlántica peninsular, de Algeciras a Faro y Sagres; sobre todo del golfo de Cádiz. Se cree que es un amuleto antiquísimo: En el poblado fenicio de Doña Blanca se encontraron entre los enseres personales de algún gaditano de hace tres mil años.
                Recuerdo que antes era frecuente llevar un cráneo de corvina engarzado con un hilo de oro o de plata y colgado al cuello. Principalmente los hombres. Ahora se ve menos, porque las camisas se llevan cerradas; y porque, no me digan que no, antes se enseñaba más el pelo en pecho, y de paso, los colgantes. Hoy se lleva depilarse y la bisutería de diseño. Tampoco está mal, cuestión de modas.
                Si verdaderamente el cráneo de corvina tiene o no propiedades curativas, es lo de menos. Lo increíble, lo maravilloso, es que durante más de tres mil años, nuestros antepasados lo han creído firmemente. Y los han llevado en un saquito, o se los han colgado al cuello. Quizás haya sido también un símbolo de identidad propio de nuestra bahía. Quién sabe. Pero, no me digan que no, es interesante encontrar un hueso dentro de la cabeza de un pescado, y poder acordarte de tus ancestros, y remontarte tanto tiempo atrás.
                La corvina no se vendía siempre entera. En los ochenta, el pescado se comía sobre todo frito; que por cierto, es como está bueno. No se hablaba del colesterol y se sabía freír el pescado mejor que ahora. Pacuqui cortaba las corvinas en rodajas, para freír, partía las cabezas en dos, y reservaba los huesecitos del cráneo. Recuerdo que él también los llevaba, colgados de una cadena de oro que se veía bajo una camisa de flores de colores estridentes casi totalmente desabrochada. En invierno, un pañuelo al cuello, un purito, y el sentido del humor de la Parmicha. ¡Qué grande Pacuqui!...  La gente, comprara o no, preguntaba a su pescadero si tenía cráneos de corvina. Y si no tenía, le hacía el compromiso de guardarle un par de ellos. Después se llevaban a casa de Cristóbal Benítez, que las abrazaba en oro o en plata. Sabe Dios cuántos cráneos de corvina engarzó Cristóbal en su joyería, en ese mostrador chiquitito que los joyeros siempre tienen en la trastienda…
                En los ochenta proliferaron las imitaciones modernas del cráneo de corvina. ¿Recuerdan ustedes aquellas pulseras metálicas, teóricamente imantadas, que eran como argollas abiertas y terminadas en dos bolitas?  Fueron fabricadas por una empresa española llamada Bio-Ray, y adquiridas por millones en todo el mundo. Se decía que mejoraban dolores, reumatismos… Sobra decir que no había ningún trabajo científico serio que hubiera demostrado su utilidad. Pero el que la llevaba, siempre decía que le iba bien. Y no podía decir otra cosa sin quedar en ridículo, después de haber invertido cerca de diez mil pesetas en un trozo de metal.
Aquellas pulseras eran un invento mucho más caro que los cráneos de corvina… y no las llevaban nuestros antepasados…
Otros amuletos se han ido poniendo de moda desde entonces. Es cierto, que a veces aparece un objeto, y por arte de magia, nos da por él, y se vende por millones.  Pulseras de hilo, de una forma determinada; o de cuero con una maderita colgando… un cascabel que llama a los ángeles, o una telaraña de hilos y plumas que guarda los sueños... De Pandora, de Tous… del Chino… Lo mismo nos venden pulseras de cuero que fundas para el móvil…
Y es que, en definitiva, el adorno, la bisutería y el amuleto, es una costumbre antiquísima y exclusiva de los seres humanos. (Bueno, algunos les ponen joyas a los perros, pero no creo que ellos lo entiendan… los perros tampoco) Y seguirá siendo así. Siempre habrá algún objeto de moda; porque la moda no es más que una superstición pasajera.
Puestos a elegir, imaginándome  cómo era aquel gaditano del poblado de Doña Blanca, hace tres mil años, y los gaditanos marineros que iban a las Américas, y los abuelos que trabajaban en la almadraba… todos ellos con el cráneo de corvina colgado… Puestos a elegir, que me perdonen los diseñadores de bisutería. He guardado cuatro cráneos de las corvinas que nos comimos el miércoles. La voy a llevar a la joyería de Cristóbal… Uno para cada uno… Ya tengo los reyes.
                 
               

lunes, 18 de noviembre de 2013

Mi calle


En la escuela de arquitectura, con veinte años, un día me acordé de mi calle. Un catedrático de postín nos impartió una clase magistral, que así se llama, sobre morfología urbana; y, con un lenguaje forzadamente complicado que todavía no entiendo del todo (creo que nadie lo entiende), nos explicaba lo que era un suburbio: Calles en trama perpendicular, estrechas, de cinco o seis metros, y  parcelas de diez por diez, en las que cada cual se autoconstruye su casa, como puede. Implantación en las afueras, en zonas bajas, a veces inundables, con pocos espacios verdes y casi ningún equipamiento social.  Vaya, el hombre se despachó a gusto. Peor, no lo podía poner…
                ¡Mi Calle!, pensé yo. Mi calle está en un suburbio.
                Yo nací y me crié en Nuestro Padre Jesús. Cuando era pequeño, y me preguntaban dónde estaba aquello, yo siempre decía que en el camino del cementerio. En la soledad. En Chiclana, y en muchos pueblos de Andalucía, de los que aquel catedrático sevillano nunca había tenido noticia, eran normales las barriadas de este tipo. Y créanme, no estaban tan mal. Aquel día descubrí que a veces, los catedráticos no tienen ni idea de lo que hablan, y que como los demás, repiten estereotipos. Cuanto más profundizaba en la descripción de los suburbios, y sentenciaba cómo funcionaban, qué tipos de problemas urbanos se daban, qué carencias sociales existían… cuanto más negro lo pintaba el anciano profesor, más me daba yo cuenta de que no tenía ni idea. Porque, él no había vivido lo que hablaba, y yo sí:
                En mi calle no había casas autoconstruidas, sino casas hechas al gusto de cada uno. No había boquetes, sino hoyos para jugar a las bolas; y no había problemas sociales, sino los problemas de cada uno, que se comentaban abiertamente, como si casi todos fuésemos familia.
                Las puertas de las casas solían estar abiertas, y siempre había una copia de las llaves en casa de alguna vecina. Recuerdo que si llegaba del colegio por la tarde y no había nadie en mi casa, podía coger la llave que estaba colgada en la casapuerta de Manuela, o entrar por casa de mi vecina Loli, y saltar de una a otra azotea. Era normal que las vecinas tomaran café juntas en la cocina de una de ellas; era normal que a media mañana, mi vecina Isabel entrara para comentar a mi madre alguna cosa, mientras pelaba una patata que traía en la mano, y se echaba las mondas en bolsillo del delantal. Era normal que si la hora de comer nos sorprendía en casa de una vecina, nos pusiera un plato de comida como a un hijo más.
                Definitivamente aquel catedrático no tenía ni idea. Aquello era mucho más complejo y más rico de lo que él creía. Bueno, en algunas cosas tenía razón. Zonas verdes no había. Nosotros jugábamos en la huerta de había al lado. E íbamos de expedición al rio, o al pinar prohibido, o a coger moras al árbol que había en la fuente, o a la cantera, o al pozo Piñero.  Se iba mucho la luz, como hoy viernes, y casi nadie tenía teléfono. Pero podíamos dar el teléfono de  Inés. Durante años, mi padre, que trabajaba fuera de lunes a viernes, llamaba todas las tardes a casa de Inés. Inés venía a nuestra puerta, y nos avisaba. Entrábamos en su salón, todos los días, a hablar por teléfono. Ellos seguían cenando, como si tal cosa, y nunca se quejaron, al contrario.  No teníamos teléfono, pero teníamos vecinos… Después las hijas de Manuela recibirían las llamadas en mi casa, durante las milis de sus novios.
                Era normal pedir un vaso de azúcar, o de harina. Recuerdo perfectamente la tarta de zanahoria que hacía Manuela. Era normal dejar a tu hijo con una vecina si tenías que salir. Era normal ayudarse; y también criticarse y enfadarse, supongo. En aquel suburbio chiclanero, igual que en otras calles de Chiclana, había algo que ha desaparecido. No sé qué es. Pero ya no está. Ya no lo veo.
                ¿Y qué me dicen de las noches de verano? Los vecinos sacaban las sillas a la puerta para tomar la fresquita. Yo me sentaba al lado de mi vecino Salvador, que leía una novela del oeste de Marcial Lafuente; o junto a mi vecino Juan, del PCE, que a veces hablaba de política, y que tenía en su casa un cuarto lleno de propaganda, en el que había reuniones.
Me encantaba sentarme con los mayores y escuchar sus conversaciones. Yo era un niño muy curioso y algo entrometido. Me gusta pensar que sigo siéndolo, niño y curioso.
Ahora, veinte años después de aquella clase magistral, y de aquellas palabras rebuscadas del catedrático, estoy todavía más convencido de que se equivocaba. Y de que aunque haya estudiado o leído o viajado un poco; y por más que me esfuerce en buscar, si me paro un poco, y pienso, descubro que soy muy poco más de lo que era entonces. Descubro que soy todavía un niño entrometido sentado a la fresquita, en el escalón de la puerta de su casa.

Difuntos y Tosantos


La fiesta de los difuntos y de los “tosantos” siempre tuvo un importante arraigo en Chiclana. Se compraban los tosantos: castañas, nueves, membrillos… eran días de compota, con clavo, con canela en rama… eran días de flores. Pero sobre todo, durante estas fechas, se recordaba de un modo especial a los que murieron y se les rendía visita en el cementerio.
La otra noche, pude ver por la calle, un grupito de niños disfrazados de brujas y fantasmas, acompañados de algunos padres, llamando a las puertas del vecindario… ¿Truco o trato?, ¿Truco o trato?, le dijeron a una agradable señora que abrió la puerta. Ella, con cara de no tener ni idea, pero con una sonrisa, le dijo a uno de los padres, ¿esto qué es titi?, ¿Carnaval?... No, no, señora… las cosas de los niños…Y de los padres, añadiría yo.
Es increíble con qué facilidad cambian las costumbres pasajeras y las modas; pero, más increíble todavía es lo fácil que parecen olvidarse tradiciones mucho más arraigadas, y de profundo significado. Porque, la fiesta de Halloween, de origen Irlandés, y sobre todo, fiesta americana, del norte, no tiene nada que ver con nosotros.
No tengo nada en contra de las nuevas tradiciones; allá cada cual. Pero, sí me jode un poco ver cómo se desdibujan algunas de nuestras señas de identidad, simplemente cambiándolas por otras que nos son ajenas. Sobre todo, aquellas tradiciones que tienen tanto que ver con la vida y con la muerte, que no dejan de ser lo mismo.
Me crié relativamente cerca del cementerio, y recuerdo haberlo visitado con cierta frecuencia. Cuando se acercaba la fiesta de los tosantos, las mujeres adecentaban los nichos de sus familiares, los limpiaban y encalaban. Iban solas, o en grupitos, madres e hijas, y llevaban un cubo con utensilios para  la limpieza y el encalijo. Había por allí una escalera…
Las lápidas se limpiaban a conciencia, con esmero; y se daba un repaso a las de otros familiares.  Algunas mujeres se imponían de un año para otro, limpiar el nicho de alguien ajeno; sabiendo que no tenía parientes, o que tenía parientes sin memoria, que es peor.
Como las que fregaban cualquier otra cosa, aquellas mujeres frotaban el mármol con fuerza, y cogían otro cubo de agua para enjuagar, limpiando sobre limpio. Luego encalaban los bordes del nicho, fregaban el recipiente de las flores, y ponían flores nuevas. Cuando terminaban, a solas, miraban un ratito la lápida, en silencio, tocándola con la palma de la mano abierta… yo lo veía todo desde la esquina de la calle con los ojos de un niño, y comprendía que aquello era un abrazo.
Un tal Fidel, que tenía una especie de invernadero en el Camino del Cementerio, entre Canicén y el Pinar Prohibido, montaba un tenderete de flores en la puerta del campo santo. En grandes espuertas de goma negra, como las que se usaban por último para vendimiar, se acumulaban ramos y ramos de claveles, rosas… pensamientos…
Antes todos sabían dónde reposaban los restos de sus seres queridos, y las calles del cementerio se conocían…
¿Dónde está tu madre?, le preguntaba una vecina a otra… En la calle de las muchachas del accidente… ¡Ah!, la penúltima a la derecha, ¿No?... Si, en la primera fila…
La primera fila está muy bien ¿Verdad?... Yo prefiero la segunda, porque la primera se ensucia mucho… y arriba no se llega sin escalera.
Todavía parece que escucho, como un niño curioso, hablar del cementerio con semejante naturalidad. Me sorprendo todavía recordando opiniones sobre la mejor ubicación de los nichos, y recuerdo los cuatro o cinco nichos seguidos de aquellas muchachas que murieron en un accidente, con sus caras fotografiadas en las lápidas de mármol, todas del mismo color, todas con la misma letra, con la misma fecha. Todavía lo recuerdo, a pesar de que hace años que no voy por allí.
Hablo, claro está, del cementerio San Juan Bautista, el cementerio viejo para la gente de mi generación. Porque, los que son mayores, situarán el cementerio viejo en el Castillo. El mancomunado, claro está, no existía todavía.
Entonces la gente solía morir en sus casas, y allí eran los velatorios. Las mujeres dentro, y los hombres en la puerta, fumando, y quitándose la gorra para entrar, mostrando la cabeza blanca. La misa se celebraba en la iglesia correspondiente, que tocaba a muerto con el toque lento, propio de difunto. Hace tiempo que no escucho la campana, y que los funerales se celebran en la Victoria.
Por  tosantos, el cementerio relucía en todo su esplendor; el suelo de zahorra, recién regado, sin ninguna brizna de hierba; los nichos limpios, vestidos con flores nuevas, con nuevos propósitos;  la gente paseando, arreglada, en respetuoso silencio, se detienen frente a las tumbas de sus familiares… Las tumbas, los panteones… los cipreses.
Hoy el día invita a dar un paseo. El cementerio estará acicalado y los nichos tendrán flores nuevas.
Quizás no sería un mal plan visitar a nuestros difuntos y llevar a los niños que disfrutaron pidiendo caramelo disfrazados de brujas y momias. No es mal sitio. Quizás no sería mala idea buscar, con los niños, las lápidas de nuestros antepasados; y arreglarlas un poco… y poner unos segundos la palma de la mano sobre el mármol, cuando nadie nos vea.

Chiclaneros de Cantabria


La implantación de montañeses, emigrantes de Cantabria, en la Bahía gaditana, ha sido muy comentada por historiadores y estudiosos.  La capacidad de acogida de la bahía de Cádiz, y sobre todo de la ciudad de Cádiz, está muy relacionada con su papel de puerto redistribuidor de productos coloniales y ultramarinos. Esta pujanza comercial, interrumpida por el bloqueo del puerto por los británicos en 1798, por la posterior invasión francesa y por la emancipación de las colonias de ultramar, se reanudaría y liberalizaría después, en la época Isabelina.
Ya en 1878 la compañía naviera de Vapores y Correos A. López contaba con trece barcos para sus líneas de Santander y Cádiz a Cuba y Puerto Rico.
Muchos montañeses, sobre todo habitantes de pequeñísimas poblaciones encajadas en los altos valles cántabros, con poco porvenir en sus tierras divididas en pequeñísimas parcelas ya ocupadas, venían a Cádiz. Soñaban con América, y muchos de ellos se conformaron con hacer las américas en tierras andaluzas. Otros, de regreso del otro continente, se instalaban junto a nosotros entendiendo que tenían más porvenir en nuestra tierra que en la montaña.
Los montañeses fueron monopolizando el comercio de comestibles y bebidas, montando tabernas y almacenes de ultramarinos. Su modo de implantación, su manera de crecer y prosperar, solía seguir un patrón:
Cuando a un montañés le iba bien en su negocio, y necesitaba ayuda, escribía a su pueblo y se traía a alguien de la familia. El Chicuco comenzaba en la tienda como ayudante. Vivía en la tienda, comía y dormía en la tienda. Los establecimientos solo se cerraban para dormir, y los domingos por la tarde.  Trabajaban como chinos.
Con el tiempo, con los años, el chicuco iba progresando y se convertía en encargado. Después, podía ocurrir, que el dueño, el montañés principal, le cediera la tienda o montara otra tienda a medias. Un socio capitalista y un socio trabajador, al cincuenta por ciento de beneficios.
Una vez que al segundo montañés le iba bien, y necesitaba ayuda, volvía a escribir y a pedir que viniera algún familiar o vecino de su aldea, que comenzaba de nuevo de chicuco, como un círculo sin fin. De este modo, los montañeses  se instalaron junto a nosotros generación a generación. Es difícil entender algunos aspectos de nuestra historia reciente sin tener en cuenta a los chiclaneros de Cantabria.
Centrémonos en la Chiclana de los sesenta y setenta. En los comercios de Luis Marcos Campuzado, o de de Santos Díaz Sieza. Ambos viven todavía. Imaginemos una tienda de ultramarinos de entonces…
El mostrador de madera, con infinitas huellas y arañazos de monedas, de latas y de cajas que se han arrastrado por encima. El género bien ordenado en estanterías antiguas, sacos de arpillera y grandes latas de pimiento molido, con el dibujo de una flamenca desgastado. Carne membrillo, chocolates, detergentes… un bidón lleno de aceite y una maquinilla capaz de bombear la cantidad justa, a cada vuelta de la manivela.  sobre el mostrador unas cajas de mariposas de la marca Virgen de la Milagrosa, unas tiras de papel pegajoso que se utilizan para atrapar moscas, y unas latas destapadas llenas de polvos de colores, con un cazo medio hundido que se utilizaba para servirla. A la derecha el bicarbonato, la sosa y el añil. A la izquierda Achicoria y Malta, para rebujarlo con el café que están en una lata tapada justo al lado.
Casi en el centro del mostrador la báscula de doble platillo, de cobre, muy desgastados y golpeados; con sus pesas respectivas. Hoy son las pesas buenas. Se ha corrido el rumor de que viene el inspector de pesas y medidas. Las de kilo que pesan novecientos cincuenta gramos están guardadas. No habrá problemas. El funcionario inspector de pesas y medidas también es representante de una casa de pimentón. Le vamos a pedir dos sacos de cincuenta quilos.
En medio de todo aquello, conocedor de hasta el último producto, está el montañés; con un lápiz en la oreja, con ganas de ganar dinero, pero sobre todo con ganas de trabajar y con toda la paciencia del mundo…  Sabe mirar por el céntimo, sabe  cuántos cerillos o mariposas hay en cada caja. Quizás llene una caja vacía cogiendo una mariposa de cada una de las cajas llenas…
En el centro del mostrador, por dentro, hay dos cajones. Uno es la caja, de la que entran y salen las monedas contadas. Lo billetes, al bolsillo. En el otro cajón hay una libreta. La libreta de los fiaos…
En Chiclana era habitual que  en una tienda fiaran a una familia durante todo un año, a la espera de la cosecha de la uva. Cuando se cobraba la uva, se saldaba la cuenta… si la cosecha era buena; si no, se dejaba parte para el año siguiente. El abuelo de mi mujer, cuando cobraba la uva y liquidaba con el montañés, una vez al año, compraba una lata pequeña de carne de membrillo. Aquello era toda una fiesta. Todavía habrá alguna lata por ahí, quizás en un cajón, quizás llena de fotografías.
Montar una tienda a medias con otro, dar fiao a su clientela durante todo un año, y llevar ordenada y honradamente las cuentas en la libreta, definen a mi juicio, una personalidad y una manera de ser. La honradez y la enorme capacidad y constancia en el trabajo, definen a nuestros montañeses. Ellos nos trajeron de la montaña su carácter severo y constante, su tenacidad y su paciencia. 
Varias generaciones después, los hijos y nietos de estos primeros montañeses, Calixto, Manolo, Luis, Ana María… pueden seguir presumiendo de su carácter y de sus orígenes, un carácter algo diferente quizás, pero recto y trabajador. Como buenos montañeses.
Ellos siguen haciéndonos mejores, como lo hicieron sus antepasados.

De cine


El cine es un buen lugar para matar la tarde del domingo. En general, el cine es un buen ejemplo de que una ruina bien administrada dura toda la vida. Porque, desde que tengo uso de razón, el cine está en crisis. Que si los videos, que si la televisión, que si internet… siempre habrá un motivo para no ir. Pero, el que disfruta del cine de verdad, el que ha tenido esa suerte, sabe que no hay nada como ver una película en una sala. Sobre todo en una sala de hoy en día; porque, antes era otra cosa…
                El cine moderno estaba en el solar donde hoy está el teatro, y la estatua de Dionisio Montero, que tiene mucho que ver con el teatro y con la cultura en Chiclana, dicho sea de paso. Antes los cines tenían una sala, y una película, y era lo que había. Durante mucho tiempo, en los setenta y ochenta, el cine era una de las pocas formas de ocio que teníamos. Las parejas iban juntas, algunos a las dos sesiones seguidas. Quizás para ver la película, quizás para pasar la tarde, quizás para buscarse en la oscuridad… La butacas, abatibles y apretadas, solo un poco más cómodas que el tendido de una plaza de toros, que ya es decir. El cine moderno tenía un pequeño escenario bajo la pantalla, y dos pisos. La fila de la mitad, la primera de la parte de arriba, era la primera que se llenaba. Se podía fumar y se fumaba. Se comían pipas, se hacían comentarios… y la película se interrumpía a la mitad, en medio de la acción, como si se fuese la luz, para que los espectadores fuesen al servicio, pero sobre todo, para que hiciesen un poco de gasto en el ambigú; un mostrador destartalado, con cuatro quintos de cerveza, algún refresco, paquetes de patatas fritas de la bandera y algunas chucherías.
Las películas se anunciaban sobre algunas esquinas blancas, encaladas, en sitios que todos conocíamos, con un cartel pegado con cola. Pero, en la parte izquierda de la fachada de la plaza, la plaza de abastos de antes, había un marco de hierro, con el fondo de madera, algo estropeado, donde se enseñaba el cartel de la película. Yo lo miraba todos los días, haciendo una pequeña paradita en el camino del colegio, y la imagen de la película me acompañaba de la plaza a los agustinos… unas veces imágenes del espacio, otras de vaqueros… y yo iba al colegio con ET o con el robot de la guerra de las galaxias.
El cine Bailén era algo más moderno que el moderno. O por lo menos así lo recuerdo. Y más grande. Todavía está el local tal cual, supongo que sin las butacas… No les gustará a los vecinos de los pisos de arriba; pero, no es mal sitio para montar algo que tenga que ver con la cultura…
El cine de verano, que se imita ahora con las proyecciones en la playa, o en las plazas del centro, era otra cosa. Sé por mis mayores, que había uno también en la calle Bailén, muy cerca de la iglesia del Santo Cristo… Aquello había sido una bodega, y la sede del sindicato de viticultores del padre Salado, que había montado un colegio cuyo lema era pan para pan, todo para todos… En la calle Iro montaron algunos años seguidos otro cine de verano en una pieza de bodega. No sabría localizarlo, porque aquello ha cambiado. Recuerdo que vi allí, una película de los Hobres G, sufre mamón, devuélveme a mi chica…
El cine que veíamos era americano casi siempre. Las películas españolas, al principio, o eran de niños que cantaban como los ángeles, o más tarde, de tetas. De mayor descubrí que también habían películas españolas buenas… que supongo que pondrían en las capitales, donde tenían más sitios para pegar carteles, y había más cines, y más gente y más de todo.
En esta serie de artículos tiro de memoria y recuerdos. Pero, para recordar cómo era la Chiclana de los ochenta, podemos recurrir al cine. En 1987, desembarcaron en Chiclana Manuel Iborra, Verónica Forqué y Antonio Resines, entre otros. Se rodó en Chiclana, con la intervención protagonista de niños chiclaneros la película Caín… En un pueblo remoto de Andalucía, Chiclana, vive Don Cuco, un joven profesor viudo, que se encarga del curso 5º R, donde están todos los repetidores y vagos del pueblo. Entre ellos está Caín, un niño que vive en su propio mundo, interesado solo por los animales… La película es tan de verdad, es tan espontanea, que tuvo problemas con las distribuidores, que propusieron al director que subtitulara a los niños, porque hablando en chiclanero, en las capitales no se les entendía...
Si se trata de recordar la Chiclana reciente, os propongo que esta tarde, sin que sirva de precedente, en vez de ir al cine veamos Caín, y recordemos juntos lo que éramos. Está en youtube, buscando con Cain Manuel Iborra. Se ve bien, y seguro que la mayoría de nosotros entenderemos a los niños, por muy rápido y por muy en chiclanero que hablen.
Otro día iremos al cine, preferentemente entre semana, que es más barato, y la cosa está muy mala.