lunes, 18 de noviembre de 2013

Mi calle


En la escuela de arquitectura, con veinte años, un día me acordé de mi calle. Un catedrático de postín nos impartió una clase magistral, que así se llama, sobre morfología urbana; y, con un lenguaje forzadamente complicado que todavía no entiendo del todo (creo que nadie lo entiende), nos explicaba lo que era un suburbio: Calles en trama perpendicular, estrechas, de cinco o seis metros, y  parcelas de diez por diez, en las que cada cual se autoconstruye su casa, como puede. Implantación en las afueras, en zonas bajas, a veces inundables, con pocos espacios verdes y casi ningún equipamiento social.  Vaya, el hombre se despachó a gusto. Peor, no lo podía poner…
                ¡Mi Calle!, pensé yo. Mi calle está en un suburbio.
                Yo nací y me crié en Nuestro Padre Jesús. Cuando era pequeño, y me preguntaban dónde estaba aquello, yo siempre decía que en el camino del cementerio. En la soledad. En Chiclana, y en muchos pueblos de Andalucía, de los que aquel catedrático sevillano nunca había tenido noticia, eran normales las barriadas de este tipo. Y créanme, no estaban tan mal. Aquel día descubrí que a veces, los catedráticos no tienen ni idea de lo que hablan, y que como los demás, repiten estereotipos. Cuanto más profundizaba en la descripción de los suburbios, y sentenciaba cómo funcionaban, qué tipos de problemas urbanos se daban, qué carencias sociales existían… cuanto más negro lo pintaba el anciano profesor, más me daba yo cuenta de que no tenía ni idea. Porque, él no había vivido lo que hablaba, y yo sí:
                En mi calle no había casas autoconstruidas, sino casas hechas al gusto de cada uno. No había boquetes, sino hoyos para jugar a las bolas; y no había problemas sociales, sino los problemas de cada uno, que se comentaban abiertamente, como si casi todos fuésemos familia.
                Las puertas de las casas solían estar abiertas, y siempre había una copia de las llaves en casa de alguna vecina. Recuerdo que si llegaba del colegio por la tarde y no había nadie en mi casa, podía coger la llave que estaba colgada en la casapuerta de Manuela, o entrar por casa de mi vecina Loli, y saltar de una a otra azotea. Era normal que las vecinas tomaran café juntas en la cocina de una de ellas; era normal que a media mañana, mi vecina Isabel entrara para comentar a mi madre alguna cosa, mientras pelaba una patata que traía en la mano, y se echaba las mondas en bolsillo del delantal. Era normal que si la hora de comer nos sorprendía en casa de una vecina, nos pusiera un plato de comida como a un hijo más.
                Definitivamente aquel catedrático no tenía ni idea. Aquello era mucho más complejo y más rico de lo que él creía. Bueno, en algunas cosas tenía razón. Zonas verdes no había. Nosotros jugábamos en la huerta de había al lado. E íbamos de expedición al rio, o al pinar prohibido, o a coger moras al árbol que había en la fuente, o a la cantera, o al pozo Piñero.  Se iba mucho la luz, como hoy viernes, y casi nadie tenía teléfono. Pero podíamos dar el teléfono de  Inés. Durante años, mi padre, que trabajaba fuera de lunes a viernes, llamaba todas las tardes a casa de Inés. Inés venía a nuestra puerta, y nos avisaba. Entrábamos en su salón, todos los días, a hablar por teléfono. Ellos seguían cenando, como si tal cosa, y nunca se quejaron, al contrario.  No teníamos teléfono, pero teníamos vecinos… Después las hijas de Manuela recibirían las llamadas en mi casa, durante las milis de sus novios.
                Era normal pedir un vaso de azúcar, o de harina. Recuerdo perfectamente la tarta de zanahoria que hacía Manuela. Era normal dejar a tu hijo con una vecina si tenías que salir. Era normal ayudarse; y también criticarse y enfadarse, supongo. En aquel suburbio chiclanero, igual que en otras calles de Chiclana, había algo que ha desaparecido. No sé qué es. Pero ya no está. Ya no lo veo.
                ¿Y qué me dicen de las noches de verano? Los vecinos sacaban las sillas a la puerta para tomar la fresquita. Yo me sentaba al lado de mi vecino Salvador, que leía una novela del oeste de Marcial Lafuente; o junto a mi vecino Juan, del PCE, que a veces hablaba de política, y que tenía en su casa un cuarto lleno de propaganda, en el que había reuniones.
Me encantaba sentarme con los mayores y escuchar sus conversaciones. Yo era un niño muy curioso y algo entrometido. Me gusta pensar que sigo siéndolo, niño y curioso.
Ahora, veinte años después de aquella clase magistral, y de aquellas palabras rebuscadas del catedrático, estoy todavía más convencido de que se equivocaba. Y de que aunque haya estudiado o leído o viajado un poco; y por más que me esfuerce en buscar, si me paro un poco, y pienso, descubro que soy muy poco más de lo que era entonces. Descubro que soy todavía un niño entrometido sentado a la fresquita, en el escalón de la puerta de su casa.

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