Es inevitable idealizar el pasado. En
mi infancia, los veranos se pasaban en la playa. Algunos vecinos de mi calle
alquilaban tres o cuatro casetas de madera, todas seguidas. (Antes, ser vecino
era diferente). Las casetas estaban especializadas: una hacía de cocina y
almacén, y en las otras se dormía. La vida se hacía fuera, lógicamente, y por
la noche, cada pareja montaba su caseta de tela, a cierta distancia unas de
otras: Suites nupciales hechas de telas de cuadros… No podía existir un chalet
mejor; aunque por cierto, no recuerdo un cuarto de baño.
Era todo un universo lleno de
personajes de verano: Un lotero que vendía cupones, diciendo que no te iba a
tocar; el cobrador del canario, el rizo, que llenaba el autobús, (vamos
pa’atrás, vamos pa’atrás…), el vendedor de sultanas de coco y huevo, que sigue
todavía, pero con menos voz. (¡Sultanas de coco y huevo, oiga!)
Los niños íbamos de aventura en
aventura. A las rocas, a coger cangrejos, al moral de la tercera pista, a las
dunas… pero el momento cumbre del día,
el verdadero acontecimiento, era la pesca de la parpuja. Durante el día dejaban
el barco cerca de nuestras casetas, en la arena. Al caer la tarde, los
pescadores, con gorras y camisas anudadas en la barriga, hacían un pasillo con
traviesas de madera hasta la orilla. Por la hendidura de las traviesas se
deslizaba la quilla del bote cargado con las redes. Todos empujábamos y muchos
acudían con un plástico en la mano. El
bote esperaba a una cierta distancia, y desde la orilla se observaba la
superficie del agua, buscando brillos, gaviotas, o un cierto hervor mágico, que
yo nunca fui capaz de ver a pesar de que me ponía junto al pescador más viejo y
miraba al mismo sitio. ¡Por allí!, ¡Por allí!... ¿No lo ves?... Desde el bote
se lanzaba hacia la orilla una boya atada a una cuerda, y uno de los pescadores
se metía en el agua para sacarla, trayendo consigo un extremo del cerco. El
bote iba largando red y se desplazaba a
remo, rodeando el banco de parpujas para encerrarlas en el copo. Una vez hecho
el cerco remaba hasta la orilla a toda velocidad, trayendo el segundo extremo
de la red. Alguien coordinaba, hasta que
los extremos estaban parejos, y el copo iba acercándose poco a poco a la
orilla. Dos filas enormes de gente que tiraba con fuerza, todos a una. Supongo
que los pescadores contaban de antemano con que la gente ayudaría a sacar el
copo, de otro modo habría sido imposible. El final era increíble. Un milagro. Uno de los
pescadores se metía en el copo lleno de parpujas hasta las rodillas. La gente
formaba un corro y sostenían la red; otros cogían los peces que se escapaban en
cubitos o en plásticos. La pesca se
metía en cajas; pero, una parte se vendía sobre la misma arena, a puñados.
Muchas veces las parpujas eran nuestra cena, fritas inmediatamente y formando manojos…
Hasta hoy, nunca he visto un espectáculo mejor.
Otro lugar de referencia en la playa
de entonces eran los chiringuitos. Quintos de cerveza y Fantas con cañita sobre
mostradores de chapa con publicidad de Cruzcampo. Techos de cañizo, suelos de
zahorra y las mismas sillas de madera que en las casetas de feria… Tenían
bebidas fresquitas, patatas fritas de paquete y algunas tapas; aunque la gente
solía traer la comida de casa, para gastar menos. Los chiringuitos eran y son
un punto de encuentro y un lugar de referencia en la playa. Sobre la arena, con
pocos medios, ellos fueron los primeros empresarios del sector turístico en
Chiclana. Fueron los pioneros, y algunos de ellos continúan a través de sus
hijos. Se han reciclado varias veces, como todos nosotros, invirtiendo su
esfuerzo y su dinero. Los chiringuitos se han adaptado a la ley de costas y a
las nuevas exigencias, cada año, del ayuntamiento, de leyes sanitarias y del
mercado. Cocinas industriales alicatadas hasta el techo, cámaras
frigoríficas, lavamanos de pedal… y
diseños de madera estilo Cancún.
Hace unos días se han subastado los chiringuitos para
los próximos años; muchos hosteleros de fuera, incluso extranjeros, están muy
interesados, y puede que desplacen a los actuales adjudicatarios. Al parecer se
valora sobre todo la oferta económica y no la experiencia. Puedo estar
equivocado, pero creo que en general, cometemos un error. No debemos idealizar
el pasado porque es bueno e inevitable evolucionar, pero cuidado con despreciarlo y reducirlo todo
a una simple cuestión de dinero.